Dirección:Ana Santorun
Comisariado:Ángel Cerviño
Diseño:Novagarda
Fotografía:Aitana Tubío
Textos:Claudio Pato, Ángel Cerviño, Berio Molina
Los reverberos son estructuras metálicas cubiertas por chapas de hierro de 8 mm que han sido expuestas a un proceso de oxidación. Están colocadas las unas sobre las otras y sujetas solo por su parte superior, como si fueran las escamas de un pez, de manera que al someterlas a determinados sonidos vibran por el fenómeno de la resonancia acústica. El sonido que las hace moverse son grabaciones del exterior de la Torre en las que el viento tiene una gran presencia. Cada reverbero vibra en un tono y con una intensidad diferente.
Los reverberos son tres, cada uno de ellos situado en una de las plantas de la Torre de Hércules.
El de la primera planta tiene forma piramidal con base pentagonal, con cinco chapas que cubren cada una de sus caras.
El de la segunda es un módulo de base cuadrada pensado para que se pueda amontonar, con cuatro chapas por cada cara.
El último es de base circular y techo abovedado, con cerca de cien chapas mucho más pequeñas.
El paisaje sonoro de la Torre se encuentra delimitado por dos grandes muros acústicos. Uno de ellos se extiende por los lados este y sur y está formado por un murmullo continuo que proviene de la ciudad, sobre todo de los automóviles que circulan por la circunvalación del paseo. El otro se extiende por los lados oeste y norte y está formado por un ruido blanco omnipresente que proviene de la agitación del mar. Estos dos muros se aprecian muy bien al acceder a la Torre por el camino que viene del aparcamiento. Si vamos subiendo por él y nos desviamos hacia nuestra izquierda, escucharemos con fuerza la ciudad, y, si lo hacemos hacia la derecha, será el mar el que cobre más presencia. Solo hay un lugar que parece refugiarse de estas dos grandes masas sonoras: un pequeño campo ubicado un poco más al sur de la escultura de la Hidra de Lerna, aproximadamente en las coordenadas 43.385203, -8.405291, y que queda protegido del lado sur por la elevación de unas rocas, del lado norte por la altura del camino y del lado oeste por la propia Torre. Es ahí donde se pueden escuchar más claramente los demás sonidos que construyen el paisaje: las gaviotas (que se agrupan en las ruinas de la cárcel) y otros pájaros, como las urracas y los gorriones, sin contar los ruidos propios del turismo: gaitas y personas hablando y gritando. El resto del paisaje queda totalmente expuesto a estas dos grandes fuentes sonoras, salvo cuando interviene un familiar agente geológico de la gente que vive en A Coruña: el viento.
El viento entra por la costa y hace girar en un remolino los frentes acústicos del mar y de la ciudad haciendo que las ondas se mezclen y todo el sonido quede bajo su manto de ruido. Su fuerza revuelve las ondas del campo sonoro del entorno de la Torre como si una cuchara se pusiera a remover miel en leche. El sonido que estaba flotando en el aire queda disuelto en el ruido del viento, y es en ese momento cuando todos los objetos, naturales o no, que conforman el entorno de la Torre se ponen a vibrar: las hojas de los pocos árboles y arbustos, entre los que se encuentran los ligustros, en cuyas hojas jugábamos de pequeños a soplar para que sonaran como si fuesen silbatos de afilador; los filtros que cubren los focos que iluminan la Torre; las hierbas al rozarse entre sí; los propios oídos de quien se expone a su flujo...
El viento posee a la Torre y a su entorno, y la hace vibrar a su antojo, convirtiéndola en su propio cuerpo.
Los reverberos funcionan así con las pequeñas cápsulas con forma de faro que encierran el paisaje venteado del exterior de la Torre en su interior, retorciéndose por la impetuosidad del viento en busca de un cuerpo que poseer. Los reverberos son un juego fractal de paisajes que van encerrando dentro su propio paisaje.